“¡Ayúdeme, doctor! -le pidió el angustiado paciente al doctor Duerf, psiquiatra-. Estoy de continuo poseído por un deseo sexual incontenible. Me domina la pasión sensual. Soy libidinoso, lujurioso, licencioso, morboso, fogoso y voluptuoso”. Acotó el analista: “Con decirme que es cachondo habría bastado. Dígame: ¿cuántas veces al día tiene usted sexo?”. Respondió el sujeto: “Dos veces, con mi esposa”. Observó el facultativo: “Interesante dato, por lo inusual, mas no asombroso”. “Sí, doctor -admitió el tipo-, pero también lo hago dos veces más con la mucama y otras dos con mi secretaria”. “Caramba -se inquietó el siquiatra-. Tener sexo seis veces en el día se pasa ya de lo normal”. “No he terminado aún -siguió el paciente-. También lo hago dos veces con una vecina, y por la noche acudo a un lupanar y lo hago otras dos veces con alguna suripanta”. Manifestó, azarado, el doctor Duerf; “Si no he contado mal lo hace usted 10 veces en el día. Señor mío: me temo que no puedo ayudarlo. Este insólito caso excede los límites de mi ciencia. Sólo usted puede hacer frente a su problema. Tome el asunto en sus manos”. “Lo tomo, doctor -aseguró el sujeto-. También dos veces diarias”. La mente tiene extraños dédalos e insospechados laberintos. La nueva película de Nolan, “Oppenheimer”, explora la compleja personalidad de uno de los hombres más enigmáticos de la Segunda Guerra. Su labor al frente de miles de científicos condujo a la fabricación de las dos bombas que, arrojadas el 6 y 9 de agosto de 1945 sobre Hiroshima y Nagasaki, llevaron al rendimiento formal de Japón, el 2 de septiembre. Considerado héroe en aquellos días cruciales, Oppenheimer cayó luego en desgracia, quizá por efecto de una especie de remordimiento en los norteamericanos causado por la hecatombe atómica en la que perecieron más de 300 mil inocentes, mujeres, niños, hombres y ancianos por igual. Tengo un amigo cuyo nombre no diré por no estar autorizado para ello. Ha dedicado buena parte de su vida al estudio de ese polémico episodio. (La otra parte de su vida ha sido mejor: la ha dedicado a comer y beber; dormir; hacer el amor; pasar buenos ratos con sus cuates; convivir con sus hijos, nietos y demás familiares; leer; ver buenas películas y series y cultivar su hobby favorito: coleccionar antigüedades y arte. A todo eso se le llama vivir). Mi amigo opina que fue acertada la decisión de Truman al autorizar el uso de aquellas terribles armas, pues de no ser por eso Japón se hubiera mantenido en pie de lucha, y los aliados se habrían visto forzados a invadir por tierra ese imperio belicista que sacrificaría hasta el último hombre, conforme a las antiguas tradiciones de los samuráis, con saldo de más de un millón de muertes por ambos bandos. La voluntad de los japoneses de defender al Imperio y al Emperador; de dar la vida por cada pulgada del sagrado suelo, se había manifestado ya en la feroz resistencia que opusieron en Okinawa e Iwo Jima, y por desesperadas acciones suicidas como la de los kamikaze. Así, el lanzamiento de aquellas bombas, que obligó a Japón a rendirse, fue una acción militarmente acertada, pese a todos los cuestionamientos morales que implicó. Nulla salus bello, escribió Virgilio en “La Eneida” (XI, 362). De la guerra no deriva nada bueno. Mi amigo opina que tanto Oppenheimer como Truman, lo mismo que Paul Tibbets y Charles Sweeney, pilotos de los aviones B-29 Enola Gay y Bockscar, que arrojaron las bombas llamadas “Little Boy” y “Fat Man” sobre Hiroshima y Nagasaki, pueden descansar en paz. (Nota: Por segunda vez he logrado escribir una columna en la que no se habla de López Obrador). FIN.
Oppenheimer
Nota: Por segunda vez he logrado escribir una columna en la que no se habla de López Obrador