En mi infancia se hablaba con entusiasmo de la “conquista de la naturaleza”. El ser humano debía lidiar contra temperaturas e insectos extremos. Medio siglo bastó para que ese expedicionario sin otro límite que su cansancio fuera visto como un depredador.

La huella humana sobre la Tierra ya es tan lamentable que destacados científicos proponen que nuestra era geológica se rebautice como Antropoceno para subrayar el papel destructivo de la especie.

Y, pese a todo, ciertas alteraciones del paisaje merecen ser preservadas. La Muralla China es el único edificio que puede ser visto desde la estratósfera y los trazos de Nazca revelan que también la ingeniería es una forma del misterio (en las redes sociales circula la hipótesis de que los cimientos del aeropuerto abandonado en Texcoco serán vistos de igual manera, como un enigma para los arqueólogos del porvenir).

A casi cincuenta años del golpe de Estado en Chile, conviene recordar una obra monumental que asocia la poesía con la naturaleza. En 1993, Raúl Zurita convocó a sus compañeros de las vanguardias de los años setenta a esculpir una frase que reconciliara a los sobrevivientes de la dictadura: “Ni pena ni miedo”. El sitio elegido fue uno de los más áridos del planeta, el desierto de Atacama. Cerca de ahí se encuentra el observatorio de Paranal. La sequedad del aire permite que en tiempos de la radioastronomía aún tenga sentido indagar el cielo con los ojos.

En su libro autobiográfico El día más blanco, Zurita recuerda a la abuela italiana que le leía a Dante. Las palabras que decidió edificar en la arena se inspiran en esa temprana lectura. Salir del Infierno y atravesar el Purgatorio implica dejar atrás la pena y el miedo.

Lo primero que asombra de este proyecto es su escala. La frase mide de 3,140 metros; cada letra tiene 40 metros de ancho y 1.80 de altura. Pero la decisión más significativa fue la de hacer un trazo manuscrito. La imprenta no ha llegado al desierto; la caligrafía es la de un dedo sobre la arena. Sus dimensiones podrían sugerir una intervención divina; sin embargo, como sólo puede ser vista desde el aire, la frase adquiere otra escala. No remite a los dioses, sino a una exageración humana. Un coloso dejó su buena letra en ese viejo cuaderno.

Matías Ayala Munita, investigador de la Universidad Finis Terrae (que suena como un sitio ideal para descifrar geoescrituras), desentrañó la intención fundamental de Zurita: transformar el duelo en afecto por el paisaje nacional. Los años del terror y la muerte debían ser superados asumiendo otro calendario, el tiempo mineral de la naturaleza, ajeno a los arrebatos de la Historia. En su libro Canto a su amor desaparecido, de 1985, Zurita confirma la existencia del espanto y agrega: “Pero mi amor ha quedado pegado a las rocas al mar a las montañas”.

En 1994, ya en democracia, esa frase acompañó el Memorial del Detenido Desaparecido y del Ejecutado Político. Pero la inscripción en el muro recibió una leve variante: “Todo mi amor está aquí y se ha quedado pegado a las rocas al mar a las montañas”. Los muertos ya son parte de esa naturaleza. El monumento cita los nombres de las víctimas de la dictadura. Uno de ellos es el de “Salvador Allende Gossens, presidente de la República” y está rodeado de un espacio en blanco que lo pone en valor.

Hace unos años asistí al festival Puerto de Ideas en Antofagasta, al borde del desierto de Atacama. El día de mi llegada coincidí en una comida con uno de los patrocinadores del acto, que se dedica a la minería. Nos dijo que tenía una flota de helicópteros y propuso que diéramos una vuelta en el aire. Ya en el hangar, sugerí que buscáramos la frase de Zurita, pensando que todos la conocerían, pero ni el empresario ni el piloto la habían visto. Google llegó en nuestro auxilio y al cabo de unos minutos sobrevolamos el geoglifo que se extiende a 56 kilómetros de Antofagasta.

Al pie de las montañas avistamos la frase resistente, las cuatro palabras de una poética de la memoria. Nadie se atrevió a hablar. Allá abajo, en la deshabitada inmensidad, había signos reconocibles.

El más afectado fue quien mejor conocía la región. Cuando volvimos a tierra, el piloto dijo con voz entrecortada, sin dejar de ver el altímetro: “Creí que ahí no había nada”.

Contra la desaparición y la muerte, el poeta había afirmado la desmesura de la vida.

Sin pena ni miedo.

 

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