Recuerdo aquella tarde soleada de otoño del 2018 en el vaso vacío del lago de Texcoco. Una actividad febril de trabajadores, ingenieros y técnicos en aeropuertos construía la obra de infraestructura más importante de Latinoamérica: el Nuevo Aeropuerto Internacional de la Ciudad de México (NAIM). 

El proyecto de Norman Foster, premiado como el diseño arquitectónico más bello del mundo, dibujaba una gran X en forma de dos herraduras, símbolo del México abierto al mundo. La torre de control era un portento de ingeniería sísmica, diseñada para soportar temblores de más de 8 grados. Todo era actividad febril porque el recién electo presidente electo amenazaba con destruir el avance, destruirlo todo.

Con cierta ingenuidad, creímos que era imposible echar a la basura una obra que se acercaba al 40% de su edificación, además, con todo para lograrse. Proyectos, ingenierías, financiamiento, estudios del espacio aéreo para convertir esa inmensa X en el “Hub” o centro de distribución de vuelos más grande de Latinoamérica. Sería la envidia de todos.

Con absoluta sorpresa para todos quienes entienden en este país lo que significa un hito de infraestructura como el aeropuerto de Texcoco, supimos que en una presunta consulta popular patito se había decidido destruirlo. El pretexto era que había mucha corrupción, que era mejor hacer otro en Santa Lucía, que, bla, bla bla. Hoy no hay nadie siquiera indiciado por la presunta corrupción.

Sorprendido estaba el entonces secretario de Turismo, Enrique de la Madrid, quien luchó con todo lo que tenía para preservar la obra que daría por lo menos 400 mil empleos y abriría los cielos de México a la conectividad entre continentes. Se planeaba que su construcción daría puntos al crecimiento del PIB, mejoraría la vida de los pobladores mexiquenses y a toda la cadena de turismo nacional.

Poncho Romo, el ex asesor de López Obrador, juraba que el proyecto pasaría a manos privadas para que no fuera el gobierno quien pusiera recursos; Carlos Urzúa y varios funcionarios suplicaron a López que no lo destruyera, que no tenía sentido. Embriagado de poder, el presidente electo decidió, en contra de la ley y sobre todo de la razón, destruirlo. 

Pocas veces sentimos una frustración tan grande, una desazón porque se esfumaba un sueño y el trabajo de años de miles de mexicanos. He comentado aquí que el ingeniero encargado de construir la torre de control, lloraba cuando le pregunté qué pensaba de la posible demolición.

Un buen día un senador de la República, adicto a López, comentó que su destrucción era un “acto de poder”, una lección que el nuevo presidente quería darle a quienes habían gobernado, a los de “antes”. Casi vomité del coraje.

Por fortuna podemos volver a la razón. Xóchitl Gálvez prometió el domingo que, de llegar a la presidencia, construiría el aeropuerto más importante de Latinoamérica. Creo que le faltó decir que el único proyecto posible, estudiado, pagado y demostrado es Texcoco. Tendrá tiempo de definirlo en campaña.

El discurso de cierre de campaña interna de Xóchitl no tuvo desperdicio. Bien planteado, bien preparado, bien escrito y estructurado, logra que sus seguidores del PAN, PRD, PRI y ciudadanos de todas edades, renueven su esperanza. Mostró tablas, madera de líder y una pasión inigualable, pero de su contenido y forma tendremos tiempo de platicar.

 

**Cada voto es un ladrillo en la construcción y reconstrucción del México que soñamos**

 

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