Los mejores aeropuertos del mundo tienen algo en común: hacen sentir al pasajero que llegan a grandes lugares, incluso hay algunos que transforman el ánimo después de un largo viaje. Otros asombran por su vitalidad, cosmopolitismo y atractivo comercial. Los aeropuertos son las puertas de los países.

Por fortuna no se necesita subir a un avión para conocerlos, con la maravilla de las redes sociales los podemos visitar y transitar en su interior, podemos observar con Google Earth sus dimensiones, pistas y entorno.

No conozco el nuevo aeropuerto de Estambul, pero puedo observar sus 5 pistas para despegues y aterrizajes simultáneos, su enorme terminal por donde transitan más de 75 millones de pasajeros. Es el HUB (concentrador) entre Europa, Asia y África. Los mexicanos que lo conocen siempre exhalan un suspiro de tristeza porque hoy podríamos estar compitiendo con Texcoco en calidad, pero la 4T, con su inmenso rencor, lo fulminó.

Si alguien quiere saber lo que significa el éxito de un HUB, sólo necesita echarle un vistazo al aeropuerto de Atlanta. La ciudad georgiana no es, ni con mucho, la capital económica o política de los Estados Unidos, pero embarca a 110 millones de pasajeros al año. Tampoco es la mejor terminal aérea. Ese premio siempre lo lleva Changi, el aeropuerto de Singapur.

Un hombre visionario (Lee Kuan Yew) supo que su país se distinguiría en el extranjero, con los inversionistas y los turistas al crear la mejor línea aérea y el mejor aeropuerto del mundo. Los pasajeros que llegan a Changi lo definen como: “mágico”, “sorprendente”, “clase mundial”, “hermoso”, “estético”, “suave”, “innovativo” y “tranquilo”. Cualquiera puede darse una vuelta por Instagram para conocerlo. Lo mismo que Haneda en Japón o el aeropuerto de Munich en Alemania, donde tienen la mejor decoración navideña y un mercado de temporada sensacional que se puede también ver en redes.

La trascendencia de un aeropuerto internacional es mucho mayor que los simples números de pasajeros, sean turistas o visitantes de negocios. La llegada a un país, el ánimo de su entorno y la primera imagen de sus servicios marcan la memoria de los pasajeros para siempre

Cuando se destruyó Texcoco, diseñado por el mejor arquitecto de aeropuertos del mundo, Sir Norman Foster, y premiado como el mejor proyecto que hubiera hecho, no se demolió una obra, se empobreció todo México: la aviación, el turismo, la imagen, la inversión que cayó en picada, pero sobre todo el espíritu.

Gente estúpida e ignorante decía que la mayoría de los mexicanos no vuelan o no viajan en avión, por eso no era importante derribarlo. Otros, igualmente atarantados como el secretario de Turismo, Miguel Torruco, comentaban que el AIFA era la solución porque tendríamos un aeropuerto de vuelos domésticos y uno internacional. El tiempo le dio la razón a Carlos Urzúa, Alfonso Romo y Javier Jiménez Espriú, quienes recomendaron al presidente López Obrador seguir con la obra. No escuchó.

Hoy si preguntamos a los viajeros del Benito Juárez cómo definirían el aeropuerto podrían decir: “apestoso”, “feo”, “rebasado”, “húmedo”, “cochino”, “hundido”. Esa es la primera impresión, no del aeropuerto, sino del país. (Continuará)

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