A principios del siglo XX, Joseph Roth se ganaba la vida como periodista en la prensa alemana. En la Europa que buscaba sobreponerse a la carnicería de la Primera Guerra Mundial, él celebraba cualquier forma de supervivencia física. Visitaba los parques de atracciones provistos de gente con características descomunales. No lo hacía por morbo sino por simpatía.

Roth llevaba una existencia tan irregular como la de quienes le servían de inspiración. Vivía en cuartos de hotel, carecía de pertenencias y bebía hasta la madrugada con vagabundos que le revelaban los misterios que sólo conocen quienes duermen bajo los puentes.

Nacido en 1894, en Galitzia Oriental, entonces parte del imperio austrohúngaro, Roth murió en París a los 44 años (aunque sus conocidos le atribuían al menos veinte años más). Autor de novelas que definieron una época, como La marcha Radetzky, La cripta de los capuchinos y Fuga sin fin, fue corresponsal de guerra y testigo de la ascensión de Hitler. Supo describir los fastos de la aristocracia, pero lo hizo con la mirada irónica de quien no pertenece a ese mundo. Miembro de una familia judía, fue un emigrante perpetuo que encontró en los marginales una patria provisional y se burló del público que buscaba lo escabroso como espectáculo. En París asistió al acto de un faquir y explicó así la razón de su fracaso: “Su característica más llamativa es una virtud muy terrenal, el encanto, una virtud que un faquir, al parecer, no necesita”. El auditorio no quería ver a un sujeto agradable, sino a un mártir escalofriante: “la mayoría de los europeos occidentales sólo disfrutan de un prodigio cuando va acompañado de cierta dosis de terror”.

Acaba de aparecer una antología de este maestro del periodismo narrativo. Gabinete de curiosidades reúne crónicas escritas en las primeras tres décadas del siglo XX en las que los más variados personajes desfilan en desesperada búsqueda de empleo: quien no se alquila como “hombre sándwich” o desnudista, ejerce las fatigas, no menos esforzadas, de reportero de nota roja o corrector nocturno de un periódico. Roth reportea al payaso Richard Maerkl, que muere maquillado en la pista del circo Sarrasani, y al sorprendente Abdul Rahim Miligi, egipcio que merienda fuego.

El 13 de marzo de 1923 publicó en el Neue Berliner Zeitung uno de los textos que aparecen en el libro: “Encuentro con el último azteca”. Por esa misma época, el México postrevolucionario comenzaba a recuperar la desvanecida imagen de los pueblos originarios. No sólo los europeos consideraban que se trataba de una nación extinta.

Roth retrata a un personaje sin otra singularidad que pertenecer a un orden desaparecido. Sus rasgos escapan a la verdadera extravagancia. En un mundo enamorado del espanto no resulta suficientemente atroz. En consecuencia, fracasa como monstruo.

El testigo lo describe de este modo: “La frente es corta, los ojos muy brillantes y, sin embargo, somnolientos, un fuego que no arde mucho tiempo. Un azteca es un fenómeno llamativo y, por lo tanto, un ser que necesita un empresario”. El azteca necesita de alguien que lo promueva y exagere su rareza. Pero su último manager lo abandona con veinte dólares en la cartera. El periodista lo encuentra en un café donde nadie le presta atención. Ahí se entera de que el azteca no puede pronunciar la erre, tan decisiva en alemán. Su carácter es tan suave como su voz; parece “demasiado débil para encontrar un trabajo duro y demasiado decente para vivir de los negocios sucios”. De manera trágica, Roth concluye: “Su virtud es, en el fondo, su miseria”. Alguien venido de una sofisticada antigüedad no puede prosperar en la devastadora Europa.

Roth pensaba que los aztecas sólo existían como seres míticos, pero descubre que su interlocutor no nació en México sino en Europa Central, donde sus padres trabajaban en un circo. Se trata, pues, del descendiente europeo de una falsa estirpe de seres exóticos, similar a los pájaros que en las jaulas de Alemania heredan plumas tropicales.

Para su desgracia, el empresario que requiere no aparecerá: lo diferente ya sólo interesa si da miedo.

En realidad, el periodista no interroga al último exponente de una nación, sino al último que pudo vivir de un interés por la otredad. En 1923, la moderna Europa ha cancelado su apetito por lo diferente y se apresta, una vez más, a destruirse a sí misma.

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