Al teléfono, mi mamá dijo quería visitar Acámbaro durante las vacaciones. ¿Acámbaro?, le pregunté, ¿para qué? Si hace unas semanas hicieron estallar un coche bomba, añadí para desanimarla. Estaba sorprendido porque mi mamá vive en Bogotá y, aunque viene a México por temporadas, no recordaba haber mencionado esa amable ciudad de Guanajuato donde tengo buenos amigos y se fabrica un pan maravilloso. Lejos de perder su ímpetu me habló del nuevo libro de J.J. Benítez. Hay millares de figuritas de barro con dinosaurios, ¿no lo sabías? 

Ahí tuve una regresión: me acordé de mi adolescencia, cuando leía la saga de Caballo de Troya, de la cual, más que las peripecias del viajero en el tiempo durante la pasión de Cristo, me apasionaban las aventuras del periodista para conseguir los diarios sin que lo atrapara la CIA o el Mosad. También volvieron a mi mente libros como La rebelión de Lucifer o Yo, Julio Verne. Durante varios años, JJ Benítez, Erich von Däniken, Peter Kolosimo o Jacques Bergier fungían como mis ídolos. Sí, leía con pasión sobre ovnis y alienígenas ancestrales, mucho antes de que existiera el History Channel y de que Youtube se llenara de pésimos videos conspiracionistas sobre la lucha entre anunakis y reptilianos. 

Pero regresé pronto a mi conversación de adulto cincuentón con su madre para revirar: Hasta donde yo sé, esas figuritas han sido tachadas de fraudulentas. Mi mamá no dio su brazo a torcer: hay que ir al museo. Hay un museo en Acámbaro. 

Es largo de explicar, pero unos días después el libro en cuestión: La cara oculta de México (Planeta, 2024) llegó a mis manos gracias a un gentil préstamo. Me dispuse a devorarlo. Cosa fácil porque parece más una guía visual que las novelas/ensayos/reportajes a las que estaba acostumbrado. Y sí, inicia con una reseña de la colección de figuritas recabadas por Waldemar Julsrud en Acámbaro y las relaciona con hallazgos en Michoacán y San Luis Potosí. Estados donde no sólo se excava ilegalmente el hierro, se cocina fentanilo o se fabrican otras sustancias; parece existir también un trasiego de alfarería y piedra misteriosamente grabada o excavada donde pululan las imágenes de ovnis, seres de cuatro dedos con cráneos deformes y mujeres pariendo extraterrestres. La producción (o desentierro) es tan abundante que los especialistas conjeturan que la zona se empleaba por los atlantes (los nativos de la Atlántida, no los fans del equipo de futbol) para conservar objetos valiosos de su cultura. Pero, así como se fabrican drogas ilegales por toneladas o se extrae hierro para venderlo a los chinos a plena luz y ante la mirada impasible de la autoridad, es muy posible que también existan factorías completas de alfarería “alienígena” para tranzar a los incautos. 

Aun así, Benítez afirma, gracias a sus “visualizaciones” (algo mal redactadas), que todo el material proviene de seres del espacio exterior que vivían en amasiato con los antiguos chupícuaros. Y bueno, también presenta estudios de laboratorio: varios de ellos datan las piezas entre 8.000 y 3.000 años de antigüedad. Mi madre insiste en visitar a Acámbaro y por el momento no sé si negociar un paseo más corto a Valle de Santiago, donde también Benítez, al final de su libro, concluye que los extraterrestres enseñaron a los nativos a cosechar verduras de tamaño monstruoso. 

Verdad o mentira, a su buen juicio queda.

Comentarios a mi correo electrónico: panquevadas@gmail.com

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